La seducción de lo perfectible

Entró al lugar con su aire diferente y distraído, el pelo oscuro y su tez blanca te hicieron imaginar un incierto origen español.
Vestía raro, tenía la mirada tímida y hablaba poco. Mucha gente caminaba por esa vernissage pero nadie translucía tanto su potencial, oculto para todos pero no para vos.
Te acercaste con dos copas y la charla fluyó. Envolviste y abrazaste con tu aire mundanal, hacía muy poco que estaba en la ciudad y tenías mucho por hacerle ver.
El tiempo pasaba y se sumaban los encuentros. Todo se lo presentabas con un pase de magia e iba cayendo y enredándose en tus sentencias inteligentes y agudas aunque no siempre rebatibles, en tus mil historias, en tu ausencia de afectos, en tu exagerada admiración, en tu permanente querer enseñar, perfeccionar. Y comenzó a despertar y a reír. Aunque no siempre quedara el espacio a la diferencia y que tus necesidades escondieran muchos caprichos, el amor hacía, como siempre, que siguiera tu sombra.
Marcaste con firmeza su necesidad de ser alguien más en la vida y allá fue, siguiendo tu dedo índice y su vocación, dejando en el camino temores y dudas. Pero allí comenzaste a perder el timón.
Lo que tan veladamente suprimía fue abriendose paso. Como en una vieja radio, una frecuencia más fuerte interfirió en esa transmisión de enojos y furias, en esas breves tiranías. Una maduración que quizás, y casi con seguridad, ayudaste a alcanzar, empezó a soltarle la cuerda al barrilete e hizo el resto.
Un día todo se le hizo claro pero permaneció, la historia era más fuerte. Otro día definitivamente tomó coraje y, con el cortaplumas que siempre lleva en la mochila y de un solo tajo, cortó el piolín que tenías asido y se soltó de tu mano.
Ahora anda por ahí, volando de forma loca y feliz. Nunca olvida tu ayuda para saltar el charco de la independencia. A veces extraña a quien conoció en la vernissage, a veces algún recuerdo le despierta una sonrisa y otros no.
Recién hoy, detrás de este montón de palabras, se despide porque sabés mejor que nadie que nunca se me dieron bien los adioses.

Andrea María Leiva
Marzo 2016

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