Jornada Laboral
Miguel llegó temprano por la mañana y, como siempre, se sintió en su hogar. Amaba ese mundillo de gente yendo y viniendo, la energía que todo lo parecía arrastrar.
Lo primero que hizo, casi de
manera compulsiva mientras descendía, fue posar su mano derecha en la goma y
sentir esa tersura en movimiento, al mismo tiempo las suelas de sus viejas
zapatillas les permitieron percibir también la rugosidad del metal. Ese
sencillo acto lo preparaba para encarar el día.
Comenzó a caminar y a observar a
las personas: hombres de traje que solo portaban su celular y al que miraban
aislándose, mujeres con grandes carteras, chicos con sus mochilas, ancianos ocupados
en tratar de mantener el equilibrio y un abogado algo distraído reteniendo
folios que parecían querer escaparse de su voluminosa carpeta.
Con sus manos en el bolsillo
aspiró ese olor. Ese olor. Grasa, aceite, metal. Viejos y conocidos aromas que
lo acompañaban desde muy pequeño.
El traqueteo se oía desde lejos y
sobre el chapón de la pared de enfrente se reflejó una luz roja. Era su señal. Los
chirridos de los hierros rozando confirmaron su llegada. Todos comenzaron a
pugnar por ingresar pero él tenía vasta experiencia, dejó pasar algunos y a
otros les ganó con precisión un lugar.
Como pudo se acomodó dentro de
ese arco iris de colores y perfumes. Todo el mundo yendo a sus ocupaciones y el
suyo ya comenzaba, en minutos nada más.
Cuando su primera faena estaba
terminada, un toque de codicia pudo más y fue el primer error en su extensa carrera.
El abogado, que mantenía prieta su carpeta debajo del brazo, lo vio y gritó, a
la vez que lo señalaba:
-
-¡Hijo de puta! ¡Le estás robando la billetera a
la abuela!
Hasta llegar a la siguiente estación, le fueron enseñando a Miguel que eso no se hace. Y que su oficio no es ni bien recibido ni es utilitario para el resto de la sociedad.
Los perfumes, los sonidos y los
colores de la celda le hacían recordar muy poco, casi nada, a la estaciones de subte que lo solían cobijar.
Andrea M. Leiva
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