En un ajuste de cuentas


Esa muela lo tenía a mal traer a Ignacio, así q fue raudo a la guardia odontológica. Como siempre, de dos ascensores solo funcionaba uno. Después de hacer la cola, finalmente quedó sólo para tomar el siguiente ascensor. Dejó salir a todas las personas y entró, apretó el botón para que se cerraran las puertas y cuando fue a marcar el piso de emergencias, la puerta se volvió a abrir. La autora de la nueva apertura era Micaela. Ay, ay, ay…. Nada menos que Micaela.
Cinco años atrás la relación entre ellos había finalizado pésima en el registro civil mismo. Cuando Micaela estaba llegando al registro, él ya estaba volando a Islandia. Obviamente que fue un escándalo. Ni la familia ni los amigos de Ignacio conocían ni imaginaban este abrupto cambio de planes, provocando en principio dudas sobre su paradero. Incluso hubo denuncia a la policía por su desaparición, búsqueda por las redes sociales y por los medios, hasta que dos días después llamó a su madre para avisar que estaba bien y que ya iba a volver pero que no se iba a casar, que por favor le pidiera perdón a Micaela en su nombre.
“Como siempre, escudándose tras su madre”, pensó Micaela entre sollozos y furia, mientras juntaba sus cosas para irse del departamento que compartían. Algunas de las que no se llevaba, que claramente eran de Ignacio, amanecieron destruidas. Sobre todos sus preferidas: las 3 Stratocaster, su equipo de música, toda la colección de vinilos. Y los libros, arrojados al contenedor de reciclable. No, Micaela no tomo a bien sobre todo el que Ignacio nunca haya vuelto a dar la cara. Se esfumó en el aire. Se cansó de llamarlo, de enviarle mails, mensajes en el celular, solo preguntándole qué pasó, por qué. Pero Ignacio escapó siempre.
Allí estaban estas dos almas rotas juntas en el ascensor. Ignacio sintió que se le aflojan las piernas y solo atinó a murmurar un: - Uh, hola…, mientras bajaba la vista.
Micaela lo miró con pena y lo notó avejentado, una barba desprolija, surcos alrededor de los ojos y el pelo revuelto, como siempre, pero ya entrecano. En cambio ella se veía tan fresca, exactamente como cinco años atrás. O más linda.
Micaela agitó sensualmente su melena, mientras apretaba el botón de Stop y el ascensor quedó trabado. Giró sobre sí misma y comenzó a mirarlo fijamente.
- ¿Por qué así, Ignacio? ¿Por qué?
- ¿Qué hiciste? ¿Por qué lo parás? ¿Ahora tenemos que hablar?... No sé, vivo arrepintiéndome cada día de mi vida pero es lo único que me salió hacer y después no pude enfrentarte, ya me conocés. Sé que fui un grandísimo boludo. Pero por favor, destrabá el ascensor, sabes que esto no me gusta. Lo del encierro, digo.
- Y por qué debiera tener piedad con vos? ¿Acaso pensaste un poquito en mí cuando decidiste patear todo en un tris, sin explicación alguna?
- Abrí, Mica, te lo pido por favor. Sigamos afuera, tomemos un café, lo que quieras pero abrí por favor.
- ¿Mica? Ja, mirá vos como apelas al diminutivo
- De repente me sentí ahogado, eso pasó. La vida en pareja me estaba haciendo sentir encerrado y después no pude parar toda la bola de nieve del casamiento. Y… yo quise… ¡Abrí, por el amor de Dios!!

El ascensor lentamente pareció cobrar impulso pero luego de un corcoveo, volvió a detenerse. Ignacio se recordó en los días previos al casamiento, esa falta de aire, esa necesidad de escape. Todo parecía regresar. Los oídos comenzaron a zumbarle, mientras iba cayendo de rodillas en un gesto de perdón e imploración. La respiración parecía entrecortársele, a la vez que gemía y se ubicaba en posición fetal.
Nunca notó cuando el ascensor comenzó a subir, ni cuando se abrió la puerta para dar paso a la salida de Micaela.
Los técnicos del service lo llamaron desde planta baja, para cerciorarse que todo estuviera bien. Nadie imaginó en la clínica que esos 10 minutos de desperfecto en el ascensor podrían devolverle un único ocupante muerto y, como arrojada sobre su cuerpo, una invitación de casamiento.



Andrea M. Leiva

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