Los culpables
Leo por culpa de mi
hermano, porque lo observaba abstraerse con sus libritos de aventuras y se
olvidaba de jugar conmigo. En cuanto pude, le birlé uno de ellos y así leí
mi primer libro grande, largo: Robinson Crusoe. Mis días ya fueron otros y mi
vida fue muchas vidas.
También mi papá tuvo su gran parte de culpa, cuando traía de la biblioteca del club, la que nadie visitaba, un cúmulo de libros sin ton ni son pero con los que él quería contribuir a nuestra formación. Con ocho, diez años, un día podía tener entre manos "El Discurso del Método", de Descartes, otro día "Memorias de Ultratumba", de Chateaubriand y otro "Crimen y Castigo", de Dostoievski. Claro que leía retazos porque tenía que esforzarme mucho pero sabía intuitivamente que en todos esos párrafos había algo mágico, aunque no interpretara bien qué.
También mi papá tuvo su gran parte de culpa, cuando traía de la biblioteca del club, la que nadie visitaba, un cúmulo de libros sin ton ni son pero con los que él quería contribuir a nuestra formación. Con ocho, diez años, un día podía tener entre manos "El Discurso del Método", de Descartes, otro día "Memorias de Ultratumba", de Chateaubriand y otro "Crimen y Castigo", de Dostoievski. Claro que leía retazos porque tenía que esforzarme mucho pero sabía intuitivamente que en todos esos párrafos había algo mágico, aunque no interpretara bien qué.
El que sí leí completo y absorbí
fue "La ciudad de los locos", de Souza Reilly. Y no una, sino muchas veces hasta
que lo perdí. Ese mundo inverso me despabiló. Después de todo, la locura no era
tan mala, llevaba consigo la libertad de hacer lo que uno quería. Lo perdí
durante 25 años, hasta que lo recuperé reeditado por Adriana Hidalgo. Y ese
libro hoy no se presta.
¿Quién tiene la culpa de que
escriba? Otra vez aparece la figura de mi padre junto a un mamotreto que me
fascinaba, aún antes de conocer el abecedario: la máquina de escribir. Iba a
visitarlo a la oficina y lo primero que hacía era sentarme frente a una de ellas,
y tipeaba, como poseída, hojas y hojas que luego mostraba a mi madre con
orgullo, pero tenía cinco años y mis textos eran ilegibles, aún no sabía escribir. Ya habiendo
comenzado la escuela, a veces llegaban a mi casa dos máquinas de escribir
Underwood: una era del club barrial, donde mi padre transcribía las actas, y otra
era de unos amigos, para cuando mi hermano tenía que hacer tareas. En cuanto ellas
quedaban libres, me las apropiaba y escribía ya con cierto sentido. Así
apareció mi primer cuento, cuyo final era este: su "... con su propio revólver mató a
su propia madre". Claro que asusté bastante a mis pocos lectores y ni hablar de
a mi propia madre.
Gran empujón tuve en el
secundario, cuando una profesora y Horacio Quiroga no hicieron más que
alentarme en la realización del cuento, del relato. Y luego los años me
siguieron rodeando de culpables: amores, amigos, autores, lectores, hechos, sueños
(y junto a ellos, mis psicoanalistas), viajes y los días.
Como se ve, culpables de
incitación al delito hay muchos. Criminal, una sola. Miento y me miento, asegurándome así que la
finitud no me impida vivir mil historias, mil realidades y sobre todo, muchas, pero
muchas vidas.
Andrea M. Leiva
Abril 2016
Abril 2016
Muy lindo hermana (como todo lo que escribís).
ResponderEliminarAunque me preocupa un poco ser partícipe necesario.
Bah, de última pruebo con la "ley del arrepentido"
Abrazo grande
Gracias, hermano!! jajaja. Mirá que ahora para imputar son todos rápidos. Abrazo
EliminarQue lindo Andrea!! Me encantó!! Beso!!
ResponderEliminarQue lindo Andrea!! Me encantó!! Beso!!
ResponderEliminarGracias, Lulita!! Te mando un abrazo
EliminarQué lindo Andrea,a seguir escribiendo!!!
ResponderEliminarun beso grande
Unknown soy yo Ale jajajaa
ResponderEliminarJajaja, me hiciste reír con la aclaración. El Unknown me había puesto nerviosa. Gracias, Ale!!!
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